Anécdotas

El Dr. Hugo Spadafora era un hombre sencillo, charlador, que no titubeaba en hacer de sus múltiples experiencias verdaderos aprendizajes, reflexiones y memorables recuerdos, que hacen en algunos casos, aún hoy, soltar carcajadas. O en otros casos, admirar esos acontecimientos que recuenta en su libro En Memorias y experiencias de un médico guerrillero, o que aparecen plasmados en el libro Hugo Spadafora, bajo la piel del hombre, de Amir Valle, o en capítulos de otros libros, o que están en la memoria de sus familiares y conocidos. Las siguientes son algunas de esas anécdotas y pasajes memorables.

El 5 de noviembre de 1964 presenté mi último examen en la Facultad y al día siguiente me apersoné al Aero-Club de Bologna para iniciar mi entrenamiento de paracaidista, teniendo en mente la posibilidad de algún día ese entrenamiento me fuera útil cuando lograra enrolarme en uno de los Movimientos de Liberación…Fue bastante difícil ingresaren el curso de paracaidismo porque ya se encontraba muy avanzado; tuve que insistir diciendo que, dado que iba a ejercer mi profesión en Panamá, que tiene mucho territorio selvático de difícil acceso, me era necesario el entrenamiento, con lo cual logré convencer al entrenador.  El 6 de diciembre de ese año hice el lanzamiento…

Entre los tantos sucesos afortunados de mi vida debo contar el hecho que de los miles de lanzamientos que hubo ese día en una base aérea militar cerca de Pisa, yo fue el único que caí sobre un árbol y quedé pendiente de unas ramas, a unos cuantos metros sobre la tierra, colgado del paracaídas sin haberme hecho ni un solo rasguño. Pero el mayor “susto” de ese día lo pasó mi hermano Winston, que estudiaba Leyes, también en Bologna. Había acordado con él enviarle un telegrama apenas hecho el salto. Se lo mandé tarde desde Roma esa noche, adonde había ido a visitar a Sandra; el telegrama nunca llegó y mi hermano no dejó de pensar en lo peor.

A principios de enero de 1965 llegué a Panamá en una nave italiana que atracó en el puerto de Cristóbal, situado en la Zona del Canal, bajo jurisdicción norteamericana. En esa ocasión rehusé mostrar el pasaporte y abrir mi equipaje a las autoridades norteamericanas, lo cual tuvo como consecuencia disgusto, acalorado cruce de palabras con las autoridades italianas del barco y largas discusiones con los norteamericanos[1]. Mis argumentos eran a la vez sencillos, concretos y muy válidos: no tenía por qué mostrar mis documentos de desembarque en mi país a autoridades extranjera de ocupación. Conclusión: tuve que ir a buscar mi equipaje el día siguiente a las oficinas de la Aduana Panameña y quedé “afiliado” también en los archivos de la policía zoneíta.

Una anécdota cómica de esa primera noche en la tierra de los Faraones. Mi recámara tenía dos ventanas, una daba a la calle y la otra a un penumbroso pasillo. Acababa yo de apagar las luces disponiéndome a dormir cuando escuché un gran estrépito, indicativo de la apertura violenta de una de las ventanas. Fue cuestión de fracciones de segundos: ideas e imágenes cruzaron por mi mente. Muerte violenta a manos de un asaltante, un puñal de filo dentado y curvo (¿resabios de Hollywood?). Las cosas que puede la imaginación empujada por una ráfaga de viento…Este incidente lo recordaría meses después una noche en Conakry…

Llegaron a una ciudad que les pareció impresionante a pesar de la grisura el invierno. El tren había atravesado paisajes donde las montañas de nieve, los árboles como esqueletos blanquecinos, las llanuras desiertas como un mar de hielo se sucedían desde tierras italianas hasta la misma llegada a la populosa Múnich en la que, sabían bien, podrían comprar un auto por menos de la mitad de lo que costaría en Italia. “Le llaman el paraíso de los carros”, había dicho Hugo días antes de partir, y siguiendo la recomendación de Carlos, contactaron a un tico que los atendió de maravillas y, en medio de un invierno demasiado crudo, con mucha nieve para el gusto de ambos y la gente andando por las calles con orejeras y gorros gordos para protegerse de un frío en realidad inclemente, los ayudó a buscar las mejores ofertas, hasta que se decidieron: un VW del 56.

Les quedó sólo dinero para la gasolina del regreso “y si acaso comprar unos sandwichitos por el camino”, dijo Hugo. Regresaron a Italia tomando la salida hacia Innsbruck, en Austria, donde atravesaron el puente más alto en ese entonces en Europa. Ya llegando a Verona, hundidos en una espesa neblina que les hizo aminorarla marcha y andar todo el tiempo con los ojos clavados en la carretera, lograron distinguir una señal del tren “¡Frena, Winny, frena!” gritó Hugo, para sentir el brusco frenazo que, por desgracia, no pudo evitar que el carro se estrellara contra la barrera y quedase detenido en medio de la vía justo cuando sentían, no tan lejos, el pitido del tren anunciando su paso.

Hugo se había bajado del carro y empujaba mientras Winny intentaba que el motor encendiera. El guardagujas corrió hasta ellos y, también empujando, asustado y mirando a la niebla donde ya se veía la locomotora, avanzando hacia ellos, lograron sacar el carro de la vía, aunque sin tiempo para alejarlo: sintieron el golpe seco del tren cuando ya se habían apartado temiendo lo peor.


– Volvimos a nacer, Hugo – logró decir Winny, pasado el susto.

Hugo miraba el escache que había dejado el golpe del tren en el carro recién comprado.

¿Sabes Winny? Este golpe no se lo vamos a arreglar nunca. Se va a quedar así…para el recuerdo- dijo.

El viaje a Kitáfine duró un par de días. Sandra y yo embarcamos, desde el pequeño puerto fluvial que tenía Boké…El ancho río que separaba a la República de guinea de la colonia portuguesa lo atravesamos en canoa, de día. La canoa era segura y las aguas del río estaban tranquilas, pero el trayecto no dejaba de ser peligroso. De hecho, existía la posibilidad de que nos avistara un avión o una cañonera portuguesa… En el camino hicimos alto en algunas aldeas; precisamente en una de esas paradas me sucedió un incidente jocoso e interesante. Llegamos a una casa en donde había varios niños de 3-4 años de edad. A todos ellos le causó sorpresa y curiosidad mi presencia, pero uno se aterrorizó y huyó despavorido. Nunca había visto un blanco en su corta existencia. Eso me recordó las ocasiones en que en Chitré vi algo similar, pero a la inversa…Nosotros allá en Kitáfine nos limitamos a reírnos a pierna suelta del incidente.

En una ocasión fui a ver un paciente de la antieaérea de Puerto Cassumba. Los que servían el arma siempre se encontraban a unos cien metros de ella, debajo de uno o más árboles para protegerse del sol…Atendí al paciente y me encontraba platicando con el grupo cuando aparece de repente un avión portugués, que venía a ras de mar. Cuando vuelan así, el sonido se advierte al final, cuando ya el aparato está encima de uno. Pasó tan cerca de nosotros que llegué a ver el casco del piloto. Todos corrieron hacia la trinchera en donde estaba la ametralladora antiaérea, incluso el enfermo. Impelido por el instinto gregario también corrí con ellos y me eché dentro del hueco. El arma se trabó. Mientras intentaban arreglarla, uno de los muchachos guerrilleros, Rufna, de unos 20 años de edad, subió a los bordes elevados de la trinchera y esperó al avión con su fúsil… El combatiente que se enfrentó al avión con su fúsil era tal vez el más sencillo de los miembros de la batería antiaérea…Tenía la conversación inteligente y la risa fácil, un tanto infantil. Cuando volví a Guinea en 1974 pregunté por él y me enteré de que murió en su puesto de combate, víctima de una bomba de Napalm.

Durante la estación seca escaseaba el precioso líquido pues los pozos se secaban. Cerca de mi casa sólo quedaba uno cuya agua era muy mala, con fuerte color oscuro y muchas veces malos olores: de esa fuente tomaban también los animales. Yo la hervía durante varios minutos, dejaba asentarse las impurezas y le echaba limón para enmascarar el mal sabor al momento de tomarla. Con regularidad, cada semana ingería dos tabletas de cloroquina contra la malaria.

De repente se dio la voz de alarma: habían desembarcado tropas portuguesas en Puerto Cassumba. La gente comenzó a prepararse. Tomaban las armas y se colocaban numerosos amuletos para la buena suerte y la protección en combate. Incluso algunos realizaban breves ceremonias religiosas, entre ellos había musulmanes, animistas, católicos y ateos. En pocos minutos estuvieron listos para marchar. A mí nunca me había exigido el PAIGC ir a combate. Pero cuando yo vi a ese grupo preparándose para la lucha, no pude contenerme y le dije al jefe – creo que era Vaccaré – que deseaba acompañarlo. Era alto, sereno, de clásico porte militar, prototipo del soldado formado en la lucha. Me miró y sonrió con evidente satisfacción; como única respuesta se sacó su pistola, me la entregó y me indicó que fuera a su lado. Iniciamos la marcha a trote hacia el lugar del supuesto desembarco. A pocos kilómetros de la playa estaban cañoneras portuguesas disparando hacia tierra. Los proyectiles pasaban sobre nuestras cabezas con un zumbido característico y algunos cayeron a 100- 200 metros hacia nuestra izquierda, tierra adentro. Cuando llegamos a Puerto Cassumba nos dijeron que era falsa alarma.

La más fuerte emoción experimentada por mí durante mi experiencia guerrillera, fue durante la ofensiva área desatada por los colonialistas poco después del mes de mi llegada a Kitáfine[2]. Fueron los días 9, 10 y 11 de agosto de 1966. Bombardearon varias aldeas, incluyendo Caseqlá, lugar de mi residencia. En esos tres días bombardearon día y noche…El día 10 murieron seis personas, una de ellas en Casaqlá. Esa soleada mañana, como a las once, vino un grupo de jets. Me oculté baja las tambacumbas [árbol frondoso típico de Guinea] que camuflaban a mi choza y entre sus ramas y hojas pude ver abalanzarse sobre nosotros – en veloz y tronadora picada – una de esas máquinas infernales. Es algo muy rápido. El avión se ve pequeño y alto, luego en cuestión de segundos está encima y de pronto…. Blaamm!!! El artefacto hizo impacto a unos 200 metros del lugar en que me ocultaba, un grupo de palmeras, donde habían buscado refugios algunos civiles. Era una bomba de fragmentación y sus esquirlas mataron a una mujer e hirieron a varias personas más, entre ellas gravemente a una niña que atendí de inmediato.

Todos estábamos nerviosos en esos trágicos momentos. Mientras atendíamos a la niña herida vimos venir a lo lejos a un hombre cuya postura nos extrañó. Parecía un caballo que está corriendo y lo están frenando con las riendas. Tenía la cabeza alta, hacía atrás, con un gesto de dolor en el rostro. Al llegar a nosotros vimos que traía s sus espaldas a un niño herido. El pequeño de unos seis años, tenía una herida muy fea en la espalda. Su padre lo había traído cargado por cerca de media hora desde Canefaque que también fue bombardeada. En su desesperante dolor el infante le había clavado los dientes en la espalda al hombre que lo transportó en agonizante travesía. No pude hacer nada por el menor. Se le veía un pulmón sangrante por la herida y falleció en pocos minutos ante nosotros. Ese día no pude comer el pernil de gacela que Rufna me había traído…Es la única vez en mi vida de médico que el recuerdo de una herida me ha impedido comer.

“LA VICTIMA DEL BOMBARDERO” (Inédito)

Aquella noche el bombardero vino, como de costumbre, aproximadamente a las nueve y dio una o dos vueltas sobre las aldeas. No recuerdo si esa noche lanzo o no bombas; recuerdo, sin embargo, una víctima del mismo. En efecto, como estaba ya tácitamente establecido, al escuchar el ruido de motores todos salimos de nuestras “barracas” y, empujados tal vez por el instinto gregario, nos colocamos cerca de los dos “tambacumbas” (árboles que abundan en la región) que dan sombra y camuflaje a mi barraca. Se esperó… Evidentemente no todos estábamos alertas. En la barraca de Nende y N’Goy, momentáneamente abandonada, se había quedado una gallina que dormía plácidamente. De improviso todos escuchamos sus “gritos” desesperados; Chico y los otros corrieron para tratar de salvarla de las garras del “gato-lagarto” (felino menor de la región, goloso de gallinas). Era ya tarde. El bombardero cobró su cuota de sangre.

H.S.[3] Kitáfine 28-10-66

EL “TAMBACUMBA” AFRICANO (Inédito) El “jato” (jet) hizo la picada, dejó caer su carga de muerte y se fue. Nende dijo que había visto humo no tan lejos y decidimos ir a ver. A algunos centenares de metros habían caído dos bombas, una entre las palmas de las cuales había destruido algunas, la otra en un plano arenal muy cerca de un solitario tambacumba. Todos los curiosos presentes estuvimos de acuerdo en considerar que el árbol no habría podido sobrevivir. Han pasado más de dos meses y cada vez que voy a visitar la antiaérea de Yalá el sendero me lleva cerca del tambacumba. Hace ya un poco de tiempo que reverdeció, todavía se ven sobre la arena las ramas secas mutiladas pero la biología estudiada me dice que aquellos que todavía desafían a las huracanadas “turbadas” (tormentas) crecerán más fuertes que nunca.

Las tempestuosidades de ayer y de hoy han hecho y hacen perder muchas ramas a este robusto árbol que se llama África.

H.S. Kitáfine 28-10-66.

Cuando llegué a Roma me estaban esperando las autoridades policiales, evidentemente avisadas. No me dejaron salir del aeropuerto. Sandra se encontraba allí esperándome, entre ella y yo tratamos de convencer a la policía de que me dejaran entrar a territorio italiano; también llamé por teléfono a la Sra. Joyce Lussu – que había conocido en Boké – para que su esposo, el Senador Lussu, intercediera por mí. Todo fue inútil pues tres horas después de haber llegado al a Ciudad Eterna fui devuelto a París, con un sabor amargo en la boca al ver que los hipócritas “amigos” italianos de Conakry me habían hecho una mala jugada…No volvería a pisar suelo italiano hasta 1978, usando el pasaporte diplomático que mi cargo de Viceministro imponía; a Sandra no la he vuelto a ver desde entonces.

No le hacía mucha gracia que sus hijos llegaran a entender como natural ese concepto: no ser blanco = diferente, que consideraba un primer paso hacia una postura racista.

– Yo nací negro – les dijo esa vez [a sus dos hijos] – y me dolía mucho cuando la gente blanca me miraba como un bicho raro, o cuando los niños se asustaban y salían corriendo al verme.

– ¿Y eras muy negro, Papá? – preguntó Afrique, como dudando, mirando a momentos los brazos blancos de Hugo, a momentos la cara.

– Cierra los ojos – le ordenó a la niña y cuando la vio hacerlo continuó – ¿ves? Contonchita [4], así de negro era yo.

Huguito tampoco parecía convencido…

– Si tu naciste negro y te volviste blanco cuando creciste – le dijo a su padre- ¿por qué nosotros nacimos blancos?

-Porque la naturaleza es sabia – respondió y como es sabia, nos eligió a algunos para que nos transformáramos de negros en blancos para que pudiéramos enseñar a los demás que por dentro somos iguales, lo único que tenemos diferente es el color de la piel. Del libro Hugo Spadafora, bajo la piel del hombre, 2013.

Somoza anuncia muerte de Hugo…la noticia corrió como la pólvora en Panamá. Todos los periódicos se hicieron eco de la noticia. En la calle no se hablaba de otra cosa: – han matado al Dr. Spadafora, repetía la gente – mientras tanto él, en Costa Rica, con la mente ocupada en los trajines de conseguir los necesarios avituallamientos para la guerrilla, pasó los primeros momentos tras el anuncio de Somoza sin poder pensar en un detalle en el que su amigo Carlos le hizo fijarse en aquella llamada: – tu familia tiene que estar preocupada, Hugo – le dijo. Y casi sin perder tiempo hizo una llamada a Panamá. A su padre. Y lo puso al tanto de todos los detalles verídicos de aquella trama macabra urdida por un tirano que ya veía bien su derrota.

– Sí, Papá, estoy muerto – le dijo esa vez a Melo – pero muerto de risa.

Del libro Hugo Spadafora, bajo la piel del hombre, 2013.


[1] Hugo contaría que había arrojado su pasaporte por la borda del barco para no mostrarlo.

[2] A la fecha de la publicación de su libro Memorias y experiencias de un médico guerrillero, 1979.

[3] Iniciales de Hugo Spadafora utilizadas por él mismo.

[4] Así le llamaba cariñosamente a su hija Afrique.